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lunes, 26 de julio de 2021

El negocio de la muerte: la JEP devela otra faceta monstruosa del Estado colombiano

 Eran aproximadamente las dos de la madrugada del 9 de febrero de 2005 cuando, en medio de la oscuridad y armados hasta los dientes, integrantes Patrulla Dinamarca 1 del Batallón de Artillería No. 2 La Popa del Ejército Nacional llegaron hasta un humilde rancho ubicado en la comunidad de El Cerro, en la vereda El Pontón, perteneciente al corregimiento de Atánquez, a una hora de Valledupar en el departamento del Cesar. En el rancho se encontraban la niña perteneciente a la etnia Wiwa, Nohemí Esther Pacheco Zabata, de 13 años de edad y en estado de embarazo, junto con el indígena kankuamo, Hermes Enrique Carrillo Arias, de 23 años de edad. 


Con amenazas y engaños los militares sometieron y retuvieron a estas personas en el lugar, después los sacaron subrepticiamente de la vivienda obligándolos a desplazarse hasta un lugar apartado para, posteriormente, disparar sus fusiles de dotación contra la pareja desarmada e indefensa hasta matarlos. Después de asesinarlos, los militares alteraron el sitio donde cometieron el crimen para simular la ocurrencia de un combate y a las víctimas les pusieron el “kit de legalización”[1] que, en esta ocasión, consistió en un pantalón de la Policía Nacional “…una pistola calibre 7.65 mm marca Star sin número con un proveedor, tres cartuchos calibre 7.65, un revolver calibre 38 mm, una vaina calibre 38, un revolver hechizo, una granada aturdidora y una M26, un radio marca Yaesu, cinco cartuchos 25 mm, un morral color verde envejecido, un bolso, un par de botas de caucho color negro…”[2]. Horas más tarde, los militares presentaron a la pareja asesinada como guerrilleros del Frente 59 de las FARC-EP abatidos en un supuesto combate[3]. Los militares y el Instituto de Medicina Legal no quisieron entregar los cadáveres de las víctimas a sus familiares.


El entonces mayor del ejército Oscar Reinaldo Rey Linares, para esos años sub comandante del Batallón La Popa,  firmó un acta donde certificaba una recompensa de $500.000 COP (alrededor de 131 dólares al cambio actual), entregada a un supuesto informante por los “excelentes resultados” de la operación y reportó a las víctimas como NN[4]. Este fue el precio en el que el Ejército Nacional tasó las vidas de una niña indígena de 13 años embarazada y de un joven de 23 años, también indígena.

Rey Linares era amigo cercano del conocido narcotraficante José Guillermo Hernández Aponte, alias El Ñeñe[5] y, entre otros favores, le facilitaba aeronaves de la Quinta Brigada para que el narco se transportara[6]. Alias El Ñeñe también era amigo del expresidente[7]  Álvaro Uribe[8] y presuntamente compró votos[9] que ayudaron a que Iván Duque ganase la presidencia en 2018[10].

Pese a las denuncias y alertas sustentadas en pruebas que fueron realizadas por organizaciones sociales nacionales e internacionales, el actual gobierno ascendió a Rey Linares en diciembre de 2020: ahora es Brigadier General, Comandante Quinta División del Ejército Nacional y lidera a “…más de 30 mil soldados que conforman esta unidad militar, responsable de la seguridad en el centro del país representada en los departamentos de Cundinamarca, Tolima, Huila, Quindío, Risaralda, Caldas y la capital de la República”[11].

Este es tan solo uno de los al menos 127 aberrantes casos de asesinatos y desapariciones forzadas en la región del Caribe cometidos por miembros del batallón La Popa que han sido documentados por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)[12] bajo el caso 003 denominado Asesinatos y desapariciones forzadas presentados como bajas en combate por agentes del Estado, una modalidad de asesinatos de personas inermes cometida principalmente por miembros del Ejército y la Policía Nacional colombianos para cobrar recompensas y presentar resultados falseados en la lucha contrainsurgente. La niña Nohemí y el joven Hermes forman parte de las alrededor de 8.208 víctimas mortales asesinadas en estado de indefensión a manos de miembros de las fuerzas armadas colombianas entre 1978 y 2008 para hacerlas pasar por guerrilleros y guerrilleras muertas en combate (de las cuales al menos 6.402, el 78%, se perpetraron bajo la presidencia de Álvaro Uribe), según datos de la JEP[13].

Esta es una parte de la verdad que revela el trabajo riguroso del mecanismo de justicia transicional tan atacado por los representantes del partido del actual gobierno. La JEP, mediante los Autos 125 y 128 de 2021, ha revelado aspectos fundamentales de este crimen que es, a su vez, crimen de Estado, crimen de lesa humanidad y crimen de guerra, cometido por miembros de las fuerzas armadas en alianza con grupos paramilitares y funcionarios civiles del Estado.

El 2 de julio de 2021, en su Auto 125, la JEP determinó los crímenes y conductas ocurridos en el Catatumbo durante los años 2007 y 2008, atribuibles a miembros de la Brigada Móvil 15 (BRIM15) y del Batallón de Infantería No. 15 General Francisco de Paula Santander (BISAN) del Ejército Nacional, además de los atribuibles a terceros civiles en el marco de los asesinatos perpetrados en Norte de Santander bajo la modalidad descrita, denominada por los medios de comunicación como “Falsos Positivos”.

El pasado 15 de julio, en su Auto 128 de 2021, este mismo tribunal les imputó crímenes de guerra y lesa humanidad a 15 militares (dos coroneles, seis oficiales, cuatro suboficiales y tres soldados) que cometieron asesinatos y desapariciones forzadas falsamente presentados como bajas en combate cuando operaron en el batallón La Popa, en el departamento del Cesar.

Dentro de los imputados y máximos responsables se encuentra un amigo entrañable de los poderosos líderes del partido de gobierno Centro Democrático[14], el coronel Publio Hernán Mejía, quien “…comandó el Batallón La Popa entre el 9 enero de 2002 y el 8 de enero de 2004[15], periodo durante el cual la unidad militar reportó 86 bajas en combate, 75 de las cuales corresponden a muertes ilegítimas”[16]. Según denuncias de sus subalternos, en algunas ocasiones este coronel pagó los asesinatos cometidos con cajas de arroz chino y entregándoles $100.000 COP (alrededor de 26 dólares al cambio actual)[17].

Mejía fue condenado en la justicia ordinaria por el Juzgado Sexto Especializado de Bogotá a 19 años de cárcel y seis meses de prisión, por ser culpable de los delitos de concierto para delinquir, conformación de grupos armados ilegales y homicidio en persona protegida. El proceso en la justicia ordinaria estuvo rodeado de una serie de graves hechos como el asesinato de dos testigos, amenazas contra otros y denuncias de la Fiscalía sobre obstrucción a la justicia por parte de los acusados[18]. Después de la condena en la justicia ordinaria, el coronel solicitó ser aceptado por la JEP para así poder salir de la cárcel.

Hallazgos de la JEP en los Autos 125 y 128 de 2021

Frente a estos crímenes, los Autos de la JEP confirman que los imputados perpetraron un ataque generalizado y sistemático contra la población civil, afectando con brutalidad a civiles, especialmente a los pueblos indígenas Wiwa y Kankuamo. Además, los victimarios conformaron organizaciones criminales que operaban dentro de las unidades militares en alianza con paramilitares. Sus crímenes fueron una conducta “extendida y perpetrada a gran escala”, cuya finalidad era presentar resultados operacionales ficticios en los que mostraron como “bajas en combate” a personas asesinadas en estado de indefensión por miembros del Ejército Nacional o por paramilitares. Los crímenes se cometieron con conocimiento pleno de su ilegalidad por parte de los victimarios y los responsables ocultaron sus actos para darles apariencia de legalidad, esto con el fin de responder a las presiones ocasionadas por la política de presentar resultados operacionales basados en la exigencia permanente de bajas o muertes en combate, mejorar la percepción de seguridad en la opinión pública, mostrar avances ficticios en la guerra contrainsurgente y cobrar el dinero de las recompensas.

Los crímenes obedecieron a un plan criminal y se enmarcan en dos macropatrones criminales:

El primero evidencia cómo los victimarios asesinaron, en alianza con paramilitares, a personas señaladas de pertenecer a grupos armados ilegales o de delincuencia común sin tener información previa real que verificara estos señalamientos y sin haber tenido lugar ningún combate.

El segundo patrón muestra cómo los victimarios basaron la elección de sus víctimas en la condición de vulnerabilidad que ellas presentaban: escogieron a personas que no tuviesen familiares o redes de apoyo que intentasen buscarlos posteriormente a su desaparición. Muchas de las víctimas fueron engañadas por las estructuras criminales mediante falsas promesas de presuntos trabajos legales o ilegales, para poder atraerlas y asesinarlas. Los perpetradores escogían a estas personas porque presumían que nadie reclamaría por su muerte, debido a la condición de vulnerabilidad dada por su marginalidad. La JEP hizo énfasis en que “…una de las peores formas que adquirió la práctica de asesinatos y desapariciones presentadas como bajas en combate fue la deliberada manipulación o instrumentalización de las personas con discapacidades cognitivas. Esta forma de instrumentalización de personas en condiciones de extrema vulnerabilidad pone de manifiesto el daño asociado a la idea de que las personas en condiciones de discapacidad son prescindibles en la sociedad, una constante que ha llevado a perpetuar conductas de marginación, que se concentran en prácticas deleznables como la ‘limpieza social’ y que, a su vez dañan a la sociedad en tanto le impiden reconocerse como diversa”[19].

Además, los Autos de la JEP develan, entre otros aspectos fundamentales, el modus operandi de los victimarios en cuanto a la planeación de los crímenes; la selección de las víctimas; la perpetración de los asesinatos y la simulación del combate; la legalización operacional de los asesinatos; el encubrimiento de los asesinatos, los victimarios y sus alianzas; así como la distribución de funciones y roles en la estructura criminal.

¿Podría ser este un ejemplo de una versión con tintes de “solución final”[20] por parte del nazismo criollo incrustado en las altas esferas del poder?

Conviene recordar que en la perpetración de crímenes de lesa humanidad, crímenes de Estado y crímenes de guerra no solo son culpables quienes apretaron el gatillo, también lo son quienes los encubrieron, quienes intentaron ocultar esta realidad, quienes sabiendo que esto ocurría callaron con silencio cómplice y quienes defendieron a los criminales intentando borrar las evidencias de lo sucedido.

Es evidente el peligro que representa para una democracia y para el ejercicio de los derechos humanos el que criminales de lesa humanidad y criminales de guerra no sean juzgados y, por el contrario, se les premie con cargos de poder en la estructura de dominación que es el Estado. Su encubrimiento, sumado a los ataques a la JEP por parte de los líderes del partido de gobierno y de sectores poderosos de las fuerzas armadas, son una muestra del terror que le tienen a la verdad quienes viven cobijados por la sombra de la mentira y se sirven de ella para cometer los crímenes y delitos que los mantienen en el poder. De ahí se desprende la evidente importancia de la labor de la JEP en la garantía de los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición estipulados en el Acuerdo para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, firmado entre el Gobierno Nacional de Colombia y las FARC-EP, así como para el ejercicio de una democracia real y garante de los derechos humanos.


Camilo Amador Bonilla Stucka.

Foto tomada de: Vanguardia

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