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lunes, 5 de julio de 2021

Asesinato de Letelier en Washington

Cuando me despido de mis padres y me quedo en Washington, no es ajena la sensación de seguridad personal que necesitaba. Los yanquis mandan matar, pero fuera de su territorio. Sin duda pesó también labrar mi propio camino y la necesidad de aislar a la dictadura desde donde más se la apoyaba. Pero sentirme seguro tras la pesadilla de Buenos Aires fue importante. En setiembre, una persona que me estaba ayudando a encontrar mi lugar, muere asesinada a pocas cuadras de donde le esperaba: Orlando Letelier.





Lo había conocido en el 75, con mi viejo en un coloquio en Oaxtepec (México). Allí nos ayudó a armar la agenda de nuestra visita a Washington, donde tenía importantes contactos. Orlando había sido Canciller y Embajador en Washington de Allende. Fue preso después del golpe y una vez en libertad se instaló en la capital de EEUU. En el 76, conocedor de la tragedia de mayo, me abrió muchas puertas cuando quedé solo, tras la tragedia de Buenos Aires, con 23 años. Los americanos lo conocían como Embajador y lo respetaban. Muchos chilenos creían que era el único capaz de unir toda la oposición a Pinochet.

Juan Gabriel Valdez, amigo chileno, me había puesto de nuevo en contacto con él. Su padre, Gabriel Valdez (amigo de mis viejos), me había ayudado a contactar a Descoto que fue quien terminaría financiando mi trabajo en WOLA. Pero en setiembre yo estaba sin trabajo ni respaldo institucional. Me había hecho unas hojas que decían «Uruguay Information Project». Sonaba muy rimbombante pero era solo yo. Dormía en un sofá del Consejo de Asuntos Hemisféricos, en la Av. New Hampshire.

Como Embajador del exilio chileno, Orlando conmemoraba en su casa su Fiesta Nacional (las fiestas dieciocheras). Yo venía hablando con él por una pasantía («internship») en su oficina hasta que se concretara lo de la WOLA. Su oficina financiada por fundaciones europeas: el «Instituto de Estudios Políticos (IPS), quedaba en el 1901 de la calle Q -NW-, a pasos del céntrico Dupont Circle. Me invitó a la Fiesta.

Ésta comenzó antes del mediodía del sábado 18 de setiembre y terminó pasadas las 17:30. Justo al mediodía bailó una cueca con su esposa, Isabel Margarita. Tenía hijos chicos, hoy uno de ellos es Senador en Chile. Terminado el baile, pasaron bebidas: me toma del brazo y en un aparte brinda conmigo: «Conseguí los recursos: el lunes puedes empezar como pasante en IPS». Seguí el festejo hasta la noche.

El lunes 20, a las nueve en punto llegué a lo que sería mi oficina, hasta que se concretara lo de WOLA. Orlando me recibe de inmediato, me agencia un escritorio pequeño. El IPS era un edificio amplio de unos cuatro pisos. Orlando me cuenta que al otro día se reunirá LASA. «Y a que no sabéis qué… te he conseguido para que hables». Enorme alegría.

De inmediato tuve que averiguar qué era LASA. Yo era un recién llegado. Por cómo lo dijo, intuí que era muy importante. Pero yo, ni idea. La única persona que conocía en IPS era la Prof. Roberta Salper (y al cineasta Saul Landau, pero creo que él no sabía quién era yo). Roberta me felicitó y explicó. La sigla identificaba a la Asociación de Estudios Latinoamericanos. A la misma pertenecían los departamentos internacionales de todas las Universidades de EEUU.

LASA se reunía en un gran congreso una vez al año. Ese año lo harían en Atlanta, Georgia. El proceso de selección de la sede del encuentro era una movida muy grande. Al otro día habría una de esas reuniones preparatorias y todo referente sobre América Latina en Washington estaría presente. Me ayudó a preparar mi presentación. Todavía, prefería llevarla por escrito.

El martes a las 9 en punto comenzó la sesión. A las 11 me anuncian y hablé 20 minutos y luego contesté preguntas. Todo denunciando a la dictadura uruguaya de la que muy poco se sabía allí hasta entonces. Terminé y alivié los nervios. Poco recuerdo los saludos y comentarios de la gente presente. Había sido mi debut público: en EEUU y en inglés.

Fui a tomar agua en el fondo del salón. En eso, empezaron a sentirse llantos y voces que anunciaban y gritaban algo confuso. La sesión se interrumpió sin protocolo. Todo el mundo corría en direcciones opuestas. No entendía ni sabía cómo hacer para comprender algo. Allí estaba el Prof. Larry Burns de NY a quien pregunté qué pasaba. «Mataron a Letelier», me dijo.

Subí a mi oficina por una escalera repleta de gente que la bajaba. Me tiro en mi silla. No lograba llorar. No tenía reflejos. Así estuve como un cuarto de hora. Alguien (no recuerdo quién) entró y me contó. «Pusieron una bomba bajo el coche de Letelier. Fue a las 9:30 frente a la Embajada de Chile en Sehirdan Circle. Murió él y Ronnie Moffit».

Ronnie, su secretaria, tenía su escritorio al lado del mío. Vivía a la misma distancia de la oficina que yo, pero hacia el norte y yo hacia el sur. Orlando la solía traer porque le quedaba de paso. Su marido Michael (también trabajaba en IPS) salvó su vida, pero sufrió heridas graves. Tengo lagunas, pero recuerdo mucho el velatorio y el entierro.

En este último fuimos al cementerio de Georgetown, tras sus restos y una camioneta que llevaba a Joan Baez, con un equipo muy improvisado cantando en español e inglés. «We shall not be moved, como un árbol firme junto al río no nos moverán». Instintivamente, al finalizar, le di un apretado abrazo y una vez más traté de llorar, pero no pude. Las lágrimas se anudaban en mi garganta y en un ardor en el pecho. Creo que, además de tristeza, la angustia expresaba mucho miedo.

En el entierro y las marchas gritábamos que la bomba había sido detonada desde la Embajada de Chile, frente a Sheridan Circle, donde estalló la bomba. Yo en realidad quizás no lo creía, era demasiado burdo. Años más tarde la Justicia de EEUU estableció que desde allí operó Michael Townley, el autor material.

Recuerdo flashes de aquellas horas. Pero cuando en 2019 escribía con Vignolo el libro «Wilson Bitácoras de una lucha» una historiadora argentina, Naguy Marsilla, me hizo llegar un link: el noticiero de la CBS del afamado periodista Walter Cronkite, que veía todas las noches, menos esa del entierro: (youtube.com/watch?v=qHEBvEFW951). En el mismo aparezco, marchando frente a la Embajada de Chile y en la conferencia de prensa de IPS con mi joven mirada perdida.

Esa noche, la Presidenta de Amnistía Internacional en EEUU, Rose Styron, me llevó con su familia a su casa de descanso en Cape Cod. Su marido, el novelista William Styron, era el autor de la novela «La elección de Sofía» llevada magistralmente al cine por Meryl Streep. Quizás lograron distraerme un par de días. Nunca supe expresarles toda mi gratitud. Quizás por eso mi hija se llama Sofía.

Días después, me citan del FBI, pero esa es otra historia.




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