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Federico García Lorca.
La leyenda del tiempo
Este 14 de mayo se han cumplido 11 años de mi suspensión como magistrado-juez central número 5 de la Audiencia Nacional, y 9 desde que sus señorías de la Sala II del Tribunal Supremo me condenaron a dejar la profesión de magistrado, cual ángeles vengadores con su espada flamígera expulsándome del paraíso judicial. Finalmente, la condena ha surtido todos sus efectos. No pedí el indulto, lo pidió por mí Medel (Asociación Progresista de Jueces y Fiscales Europeos) y se lo agradezco porque siempre he considerado que la sentencia fue injusta. Aún hoy estoy a la espera de la decisión del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, que está próximo a emitir su veredicto en favor de mis derechos cercenados por el tribunal.
Se emplearon a fondo, abordando la complicada tarea de buscar base para tres procesos: uno por haberme declarado competente para investigar los crímenes del franquismo y que les sirvió para suspenderme aquel 14 de mayo de 2010, día duro, pero a la vez, emotivo porque me permitió ver quiénes (y fueron decenas de miles) estaban conmigo; otro en que se me acusaba de haber autorizado la interceptación de comunicaciones en la cárcel de forma ilícita a los protagonistas de la trama Gürtel y los que se relacionaran con ellos, incluidos los abogados, parte de los cuales estaban imputados, por la existencia de indicios de que seguían la dinámica delictiva desde prisión, decisión que compartió quien me siguió en la instrucción desde el Tribunal Superior de Justicia de Madrid y que nunca fue molestado por el Tribunal Supremo.
Y un tercero, que además de estar prescrito se basaba en la nada más absoluta, por unos cursos en la Universidad de Nueva York en que se buscaba algún retorcido interés crematístico por mi parte. Cada proceso tuvo su finalidad frente a mis compromisos irrenunciables, entonces y ahora. Luchar por la verdad, la memoria, la justicia y reparación de las víctimas del franquismo, el combate contra la corrupción y el crimen organizado, y mi compromiso social y humanitario. En los tres han fracasado.
Tres procesos
Como es sabido, del primero me absolvieron. El escándalo internacional que se organizó hizo temer a mis colegas de los efectos adversos de una sentencia contraria, pero los jueces añadieron una apostilla impidiendo a partir de esa fecha investigar penalmente los casos de desaparecidos y represaliados por la dictadura. Aún hoy estamos a la espera de que la ley de la memoria democrática se haga realidad. La lucha de las víctimas siempre es dura y seguirá siéndolo, pero nunca les doblegará el desánimo ni el olvido de los perpetradores y quienes los justifican (aunque sea desde el poder judicial) porque su fuerza es la de la razón y la búsqueda de la verdad no establecida, aún. Y en este combate siempre las acompañaré hasta el éxito final.
El caso de Nueva York se sabía desde el inicio que debía archivarse, así que solo sirvió para marear la perdiz y vapulearme sembrando dudas sobre mi integridad. Aún siguen preguntándome desde la universidad neoyorkina cual fue la razón de aquella locura en la que ni siquiera se preocuparon de saber cómo funciona una entidad universitaria norteamericana, quizás porque si lo hubieran hecho se les habrían caído los sombrajos de un proceso sin causa.
Solo quedaba la tercera, y en ella la sentencia, dictada por unanimidad, como si la obtención de esta fuera la esencia jurídica del caso, se unieron todos los esfuerzos, con componentes contaminados en el tribunal porque simultáneamente estaban investigándome en la de Nueva York o lo habían hecho en la del franquismo, me ajusticiaron y me dieron la puntilla. La satisfacción por esta decisión no se ocultó en el Gobierno del Partido Popular de la época, ni en el sector más conservador que veía la posibilidad de anular toda la causa. Pero no pudieron, porque, aunque no lo esperaban, todavía hubo un rictus de profesionalidad y los jueces instructores y enjuiciadores respondieron a la realidad de los hechos, aquellos que establecí en la instrucción, sin fisuras, a pesar de los ataques que desde determinado sector mediático se produjeron entonces y hasta el día de hoy. Las sentencias condenatorias siguen cayendo con el estruendo de la fuerza de una verdad judicial cada vez más preclara desvelando uno de los sistemas de corrupción más groseros de la democracia.
Cada cual en su sitio
El tiempo pasa y pone a cada cual en su sitio. El líder de Manos Limpias acabó en prisión por presuntas extorsiones. Franco fue exhumado de su tumba en el Valle de los Caídos un 24 de octubre de 2019 por la ministra de Justicia, Dolores Delgado, para disgusto y rabia de los nostálgicos del franquismo que aún pervive y la indiferencia de las nuevas generaciones, frente a la indignación trasnochada. En cuanto a la Gürtel, pues ya saben, el Tribunal Supremo confirmó penas para 29 de los condenados por la Audiencia Nacional y para el Partido Popular como responsable a título lucrativo. Suma y sigue, porque el tema colea en diversas derivaciones: Papeles B que el tesorero Bárcenas gestionaba; caso Púnica, caso Lezo; Valencia… y más piezas que rebotan en las sedes judiciales como bolas de billar.
Aquel día 14 de mayo de 2010 fue un día duro, sí, como tantos otros que ocurren en la existencia de cada cual, pero verán: la vida viene y va, te sonríe y te apalea. A veces es inevitable, cuando ejerces una profesión en que te arriesgas a que alguien se moleste, ya sea un criminal poderoso, un partido político, una corporación mediática o incluso un colega. Puede pasar que algunos de los perjudicados se unan coyunturalmente para ponerte freno. A veces lo logran. Pero ahí la clave es mantener las mismas fuerzas que te han impulsado durante todo tu ejercicio profesional. Si te dejas vencer, la victoria de los otros será doble, te habrán neutralizado en tu tarea y destrozado en tu ánimo.
Lo que importa de verdad
No soy ningún héroe, pero nunca me he plegado ante instancia alguna, por tanto, decidí no dejarme abatir. Me lo impedían mi naturaleza y el gesto de tanta gente –anónima y con nombres y apellidos– que compartieron mi impotencia. “Las lágrimas del Juez Garzón son hoy mis lágrimas”, escribió José Saramago, y esa frase resumía las manifestaciones ante la puerta del Supremo de las familias que buscan a sus desaparecidos, de mis compañeros de la Audiencia, de mi propia gente y de tantos conocidos y desconocidos en nuestro país y en tantos lugares del mundo. Recibí abrazos de mandatarios latinoamericanos y de pueblos indígenas; de buscadores de Justicia Universal, de personas ignoradas en su desamparo que pedían ayuda, de indignados ciudadanos y dirigentes europeos. De Asia, de Estados Unidos, de África, de quienes habían sufrido el holocausto, de los que habían sido pisoteados en sus derechos y buscaban un resquicio para la esperanza.
Partí de cero; avancé con mi vocación de hacer justicia en instancias internacionales y después trabajando como abogado. Estos años me han servido para conocer el derecho desde el otro lado y entender cuántas veces algunos jueces y fiscales, en nuestro país y en otros, dejan de ser servidores públicos y se encierran en un círculo de poder que les hace miopes a esa otra realidad, la verdadera, de quienes piden justicia cuando deberían exigirla. En mi mochila llevo miles de experiencias únicas. De alguna manera casi tendría que estar agradecido porque aquella Suprema Injusticia, como titulara mi hija María un bello libro que me emocionó y me ayudó en momentos claves, me permitiera descubrir nuevos retos, el activismo más completo y acompañar procesos tan intensos como motivadores al lado de los más vulnerables.
Ignoro cual será el dictamen pendiente del Comité de Derechos de la ONU sobre aquella decisión del Tribunal Supremo que me ha traído hasta aquí y que me apartó de mis tareas judiciales al servicio de la sociedad. Me preguntan con frecuencia si pediré mi reingreso como juez… No sé cómo amanecerá mañana.
He vivido tantas cosas y tan intensas en esta década que, aunque soy el mismo, me siento con más plenitud, con más sabiduría sobre qué es lo importante, lo que de verdad compone la vida. Cosas relevantes todas, más grandes, más pequeñas: el beso de buenos días de quien te ama y acompaña. Mi madre. Mis hijos; la familia; las amistades. La sonrisa de mi nieta Aurora. Mi nieto Héctor, que este 14 de mayo ha cumplido ocho años. La tertulia semanal con los amigos. La música. La justicia. Y la defensa de las víctimas, siempre, por encima de todo. Al final, cumplida mi condena, puedo decir que el tiempo no es más que una leyenda.
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Fuente: Infolibre.es
Baltasar Garzón Real es jurista y presidente de Fibgar
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