Deseamos, por ejemplo, que nuestros políticos aprueben en el Parlamento los Presupuestos Generales del Estado como inmediato alivio a la tormenta económica que sufrimos y que puede convertirse en tempestad. Por ello, los gritos de discordia que nos llegan desde los escaños de sus señorías nos oprimen el alma y nos llenan de desconcierto. ¡Cómo me abruma la desesperanza que transmiten quienes apelan, torpemente, a un simulacro de defensa de las víctimas del terrorismo trayendo al presente épocas felizmente superadas; ocultando la falta de capacidad para abrazar la esperanza de un consenso necesario!
Esto ocurre, también, con la pandemia que sufrimos. Esperábamos que los científicos fueran capaces de traer una vacuna definitiva que pusiera coto al virus e inmunizara a la población. Ahora, una vez que se ha anunciado el hallazgo del remedio, tenemos la certeza de que la vacuna nos curará y nos protegerá, y renovamos el anhelo de que sea capaz de inmunizarnos para siempre, expandiendo ese blindaje hasta el más pequeño rincón del planeta. Esa esperanza tiene una base real, aunque no dependa de nosotros, y se relaciona con otro concepto que suele acompañarla y es la confianza. En democracia, tenemos la necesidad de confiar, en mayor o menor medida, en quienes nos representan, en que los Gobiernos se pondrán de acuerdo para protegernos y en que motivarán e impulsarán la investigación para encontrar la cura y el blindaje que nos sane.
Tenemos fe en que los laboratorios frenarán su impulso de enriquecimiento para proporcionar el remedio. Confiamos en que médicos y sanitarios se preocuparán por cuidarnos, si nos contagiamos. Esta mezcla de convicciones son las que a Pepe Mujica, genial pensador y expresidente de Uruguay, le lleva a aseverar: “¡qué sería de la vida si no hay esperanza!”
Pero Mujica, con una experiencia larga y compleja, que le postró en una larga noche de 12 años de dolor, tortura y barbarie, por defender sus ideas democráticas frente a la bota militar de la dictadura, sabe bien que la esperanza no acompaña a una actitud pasiva. Máxime en un continente como el suyo, pleno de desigualdades y terremotos naturales y políticos, siempre bajo la mirada atenta del Gran Hermano del Norte, que, ante todo, lo que pretende es preservar a Latinoamérica como su “patio trasero” sumiso y controlado. Mantenerlo siempre lejos de los poderes populares que piensan por sí mismos y que anteponen la propia identidad y defensa de la vida y la confianza, en un futuro libre de las doctrinas impuestas por un imperialismo neoliberal dominador y demoledor de la esperanza. “No se dejen robar ni los sueños ni la juventud. Comprométanla con los sueños de América Latina”, les dijo hace ahora un año a los jóvenes, en su visita a la Universidad Iberoamericana de México, donde recibió un Doctorado Honoris Causa.
Cimentar el futuro
Para construir el futuro es necesario cimentar las bases sobre las que se apoya. Es cierto que, como ciudadanos, podemos votar a quienes creemos irán en la línea que pensamos es más correcta. Ha ocurrido así en Estados Unidos con un resultado electoral de giro demócrata que ilumina el horizonte, no solo para sus habitantes, sino para todos los del mundo, tal es el poder de esta nación. Y tal era la desesperanza, cuando no desesperación en las que nos había hundido Donal Trump, que aún, agónicamente, continúa maltratando la democracia y el deseo de cambio expresado en las urnas.
Pero también tenemos la obligación de protestar y vigilar por que se cumplan nuestras expectativas. En función de cuál sea el grado de libertad de la sociedad, la esperanza se quedará siempre en retaguardia, o se convertirá en realidad. En Latinoamérica la gente lleva a cuestas esa mochila de pesimismo desde tiempos inmemoriales, salvo luminosos periodos en que los mandatarios han establecido criterios progresistas.
En esta última etapa, con un Donald Trump de tintes filo-fascistas en sus políticas hacia los vecinos del sur, los países americanos han vivido situaciones muy duras que tienen referencias como Brasil. Comento en La Encrucijada, mi último libro, que era difícil de prever que, en el momento más crucial y difícil de la humanidad, Estados Unidos estaría guiado por un ‘iluminado’ ultraliberal, populista de extrema derecha, que se ríe de la democracia y de quienes piensan de forma diferente a él. Aún más: que sería replicado en el país carioca por el ultraderechista Jair Bolsonaro, que más bien parece un émulo que alguien con personalidad y criterio propio. Afortunadamente, en las recientes elecciones municipales parece que el sesgo antidemocrático se corrige por el buen juicio del pueblo que está sufriendo las consecuencias de una política errática de un gobernante que, aquí en casa, parece ser el ejemplo para un Vox crecido y, por ello, más peligroso de lo que ya era. Recuerdo las palabras de Albert Camus en La peste, cuando señalaba al estado latente de la enfermedad que reaparecía en el momento más insospechado, destruyendo la vida. La peste es el fascismo y la vida es la democracia.
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