La megaminería se extiende como alternativa económica en América Latina |
Está quedando en claro que para los gobiernos progresistas o de la nueva izquierda, las cuestiones ambientales se han convertido en un flanco de serias contradicciones. El decidido apoyo al extractivismo para alimentar el crecimiento económico, está agravando los impactos ambientales, desencadena serias protestas sociales, y perpetúa la subordinación de ser proveedores de materias primas para la globalización. Se rompe el diálogo con el movimiento verde, y se cae en una izquierda cada vez menos roja porque se vuelve marrón.
Una rápida
mirada a los países bajo gobiernos progresistas muestra que en todos ellos hay
conflictos ambientales en curso. Es impactante que esto no sea una
excepción, sino que se ha convertido en una regla en toda América del Sur.
Por ejemplo, en estos momentos hay protestas frente al extractivismo
minero o petrolero, no solo desde Argentina a Venezuela, sino que incluso en
Guyana, Suriname y Paraguay.
En Argentina se
registran conflictos ciudadanos frente a la minería en por lo menos 12
provincias; en Ecuador, la protesta local ante la minería sigue creciendo; y en
Bolivia, poco tiempo atrás finalizó una marcha indígena en defensa de un parque
nacional y ya se anuncia una nueva movilización. En estos mismos países,
los gobiernos progresistas alientan el extractivismo, sea amparando a las
empresas que lo hacen (estatales, mixtas o privadas), ofreciendo facilidades de
inversión o reduciendo las exigencias ambientales. Los impactos sociales,
económicos y ambientales son minimizados. Los gobiernos en unos casos
enfrentan la protesta social, en otros la critican ácidamente, y en un giro más
reciente la criminalizan, y han llegado a reprimirlas.
Protestas sociales y ambientales |
La
contradicción entre un desarrollo extractivista y el bienestar social acaba de
alcanzar un clímax en Perú. Allí, el gobierno de Ollanta Humala decidió
apoyar al gran proyecto minero de Conga, en Cajamarca, a pesar de la generalizada
resistencia local y la evidencia de sus impactos. Esto generó una crisis
en el seno del gabinete, la salida de muchos militantes de izquierda del
gobierno, y una fractura en su base política de apoyo. El gobierno se
alejó de la izquierda al decidir asegurar las inversiones y el extractivismo.
Posiblemente el
caso más dramático está ocurriendo en Uruguay, donde en unos pocos meses, el
gobierno de José Mujica está decididamente volcado a cambiar la estructura
productiva del país, para volverlo en minero. Se propicia la megaminería
de hierro, a pesar de la protesta ciudadana, sus impactos ambientales y sus
dudosas ventajas económicas. Paralelamente, se acaba de aprobar un
controvertido puente en una zona ecológica destacada, cediendo a los pedidos de
inversiones inmobiliarios, y por si fuera poco, ahora amenaza con desmembrar el
Ministerio del Ambiente. El gobierno Mujica no está rompiendo promesas de
compromiso ambiental, ya que la coalición de izquierda es un caso atípico donde
en su programa de gobierno carece de una sección en esos temas, sino que deja
en claro que está dispuesto a sacrificar la Naturaleza para asegurar las
inversiones extranjeras.
Estos son sólo
algunos ejemplos de las actuales contradicciones de los gobiernos progresistas.
Estas resultan de estrategias de desarrollo de intensa apropiación de
recursos naturales, donde se apuesta a los altos precios de las materias primas
en los mercados globales. Su macroeconomía está enfocada en el
crecimiento económico, atracción de inversiones y promoción de exportaciones.
Se busca que el Estado capte parte de esa riqueza, para mantenerse a sí
mismo, y financiar programas de lucha contra la pobreza.
Contaminación minera |
Bajo ese estilo
de desarrollo, la izquierda gobernante no sabe muy bien qué hacer con los temas
ambientales. En algunos discursos presidenciales se intercalan
referencias ecológicas, aparece en capítulos de ciertos planes de desarrollo, y
hasta hay invocaciones a la Pacha Mama. Pero si somos sinceros, deberá
reconocerse que en general las exigencias ambientales son percibidas como
trabas a ese crecimiento económico, y que por ellos se las considera un freno
para la reproducción del aparato estatal y la asistencia económica a los más
necesitados. El progresismo se siente más cómodo con medidas como las
campañas para abandonar el plástico o recambiar los focos de luz, pero se
resiste a los controles ambientales sobre inversores o exportadores.
Se llega a una
gestión ambiental estatal debilitada porque no puede hincarle el diente a los temas
más urticantes. Es que muchos compañeros de la vieja izquierda que ahora
están en el gobierno, en el fondo siguen soñando con las clásicas ideas del
desarrollismo material, y están convencidos que se deben exprimir al máximo las
riquezas ecológicas del continente. Los más veteranos, y en especial los
caudillos, sienten que el ambientalismo es un lujo que sólo se pueden dar los
más ricos, y por eso no es aplicable en América Latina hasta tanto no se supere
la pobreza. Tal vez algunos de esos líderes, como Lula o Mujica, llegaron
muy tarde a ocupar el gobierno, ya que esa perspectiva es insostenible en pleno
siglo XXI.
¿Estas
contradicciones significan que estos gobiernos se volvieron neoliberales?
Por cierto que no, y es equivocado caer en reduccionismos que llevan a
calificarlos de esa manera. Siguen siendo gobiernos de izquierda, ya que
buscan recuperar el papel del Estado, expresan un compromiso popular que
esperan atender con políticas públicas y generar cierto tipo de justicia
social. Pero el problema es que han aceptado un tipo de capitalismo de
fuertes impactos ecológicos y sociales, donde sólo son posibles algunos avances
parciales. Más allá de las intenciones, la insistencia en reducir la
justicia social a pagar bonos asistencialistas mensuales los ha sumido
todavía más en la dependencia de exportar materias primas. Es el sueño de
un capitalismo benévolo.
Parecería que
el progresismo gobernante sólo puede ser extractivista, y que éste es el medio
privilegiado para sostener al propio Estado y enfrentar la crisis financiera
internacional. Se está perdiendo la capacidad para nuevas
transformaciones, y la obsesión en retener los gobiernos los hace temerosos y
esquivos ante la crítica. Esta es una izquierda al fin, pero de nuevo
tipo, menos roja y mucho más progresista, en el sentido de estar obsesionada
con el progreso económico.
Este tipo de
contradicciones explican el distanciamiento creciente con ambientalistas y
otros movimientos sociales, pero también alimentan la generalización de una
desilusión con la incapacidad del progresismo gobernante en poder ir más allá
de ese capitalismo benévolo. Muchos recuerdan que en un pasado no muy
distante, cuando varios de estos actores estaban en la oposición, reclamaban
por la protección de la Naturaleza, monitoreaba el desempeño de los controles
ambientales, y apostaban a superar la dependencia en exportar materias primas.
Esas viejas alianzas rojo – verde, entre la izquierda y el ambientalismo,
se han perdido en prácticamente todos los países.
Llegados a este
punto, es oportuno recodar que, desde la mirada ambiental, se distingue entre
los temas “verdes”, enfocados en áreas naturales o la protección de la
biodiversidad, y la llamada agenda “marrón”, que debe lidiar con los residuos
sólidos, los efluentes industriales o las emisiones de gases. La mirada
verde apunta a la Naturaleza, mientras que la marrón debe enfrentar los
impactos del desarrollismo convencional.
Bajo este
contexto, el progresismo gobernante en América del Sur se está alejando de la
izquierda roja y al obsesionarse cada vez más con el progreso, se vuelve una
“izquierda marrón”. La “izquierda marrón” es la que defiende el
extractivismo o celebra los monocultivos. Frente a esa deriva, la tarea
inmediata no está en la renuncia, sino en proseguir las transformaciones para
que la izquierda sea tanto roja como verde.
Eduardo
Gudynas es investigador en CLAES (Centro Latino Americano de
Ecología Social).
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