Antonio Araníbar, el fundador del MIR y del Movimiento Bolivia Libre (MBL), perseguido bajo el hierro de un gobierno que se proclamó “socialista comunitario”, acaba de vivir dos momentos importantes: fue sobreseído en el caso FOCAS y le puso un punto final a su libro autobiográfico. Un desagravio para este boliviano notable es necesario.
Aquella mañana, Jaime Paz Zamora despertaba en su recámara de hospital en la distante Washington D.C., adonde había sido trasladado un mes antes tras el desplome explosivo del avión en el que volaba en dirección al Beni; Óscar Eid asistía junto a Juan Lechín a la conferencia de prensa del Consejo Nacional de Defensa de la Democracia (CONADE) en la sede de la Federación de Mineros en La Paz y Antonio Araníbar acompañaba a Hernán Siles Zuazo a una cita en el Palacio de Gobierno. La troika mirista, es decir, la dirección nacional del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR), actuaba por separado ante el dictado de las circunstancias. Se iniciaba así el funesto 17 de julio de 1980, cuando la democracia quedó a merced del asedio militar.
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Palacio de Gobierno
La Presidente Lidia Gueiler acaba de recibir en su despacho a la cúpula de la Unidad Democrática y Popular (UDP), el frente ganador de las elecciones de ese año. La entrega del mando a Siles es un hecho descontado tras su victoria electoral inapelable y la decisión asumida por Paz Estenssoro de franquearle el paso a la Presidencia mediante una ratificación congresal.
Al otro lado de la línea telefónica está el general Armando Reyes Villa, comandante del Ejército. Gueiler le pide informes sobre la sublevación en Trinidad, pero sobre todo le advierte que ella está ahí en compañía de la plana mayor de la UDP, la cual le ha entregado todo su respaldo. Reyes Villa es parte de la conspiración, pero en ese instante prefiere disimular. Le dice a Gueiler que el principal causante del descontento en las Fuerzas Armadas es Siles Zuazo, quien habría declarado días atrás a la prensa internacional que su primera medida sería relevar a la cúpula castrense. Siles rechaza de inmediato aquella provocación. Lo hará, claro que sí, pero en uso de sus prerrogativas constitucionales. Aquella coartada para el Golpe es sencillamente ridícula. Pese a ello, ninguno sospecha, al menos dentro de Palacio, que el complot abarca a todos los uniformados y no solo a la guarnición del Beni.
Gueiler se disculpa con sus cinco visitantes, debe encabezar una reunión con sus ministros. Los líderes de la UDP salen de Palacio y se apretujan en el auto de Samuel Gallardo Lozada, colocado frente al volante. Quedan atrapados en la trancadera del descenso hacia el edificio de la Central Obrera Boliviana (COB). Se han propuesto ir personalmente a darle su respaldo al CONADE.
La fortuna les sonríe en medio del aluvión de malas noticias. Cuando el auto desemboca desde la calle Colón en la Mariscal Santa Cruz, el aire ya se ha puesto pesado. Se escuchan a lo lejos las ráfagas intermitentes. Algún transeúnte les informa que acaban de tomar la sede sindical, hay que cambiar de ruta.
Allí, en medio del ajetreo golpista, Óscar Eid, asistente a la reunión convocada por el CONADE, logra eludir el cerco paramilitar, se escabulle entre los mirones y se mete a un edificio. Ya nadie lo subirá a una de las ambulancias con las que los asesinos camuflan sus crímenes.
A pocas cuadras de allí, Antonio Araníbar no se separa de Siles. Lo acompañará hasta que ambos inicien la ruta hacia un nuevo exilio, él a Quito, Siles a Lima. La troika quedaba a salvo, también Don Hernán. La naciente dictadura se ocuparía además de exhibir a Lechín en la televisión, obligándolo a una exhortación dirigida a los trabajadores del país para que depongan la huelga general. Desde la clandestinidad, Siles anunciará la conformación de un gobierno legítimo instalado en el exilio, el GUN, Gobierno de Unidad Nacional.
Dos camadas en una
Aquella feliz confluencia de las dos generaciones políticas, la vanguardia de la Revolución Nacional y la impulsora de un amanecer en democracia plural (el MIR), fue un resultado largamente trabajado. Comenzó formalmente en Lima cuando Antonio Araníbar, Juan Lechín y Hernán Siles se juntaron para conversar a fines de 1977 y se hizo un documento con firmas en Caracas, en enero del año siguiente. Iba a ser Siles, mas no Lechín, quien aceptara la propuesta del MIR de formar un frente político diseñado para enfrentar a la dictadura de Banzer y su candidato en las elecciones de 1978. Nacía la UDP, autora de tres triunfos electorales consecutivos, hazaña de la que ni Víctor Paz ni Juan Lechín pudieron jactarse jamás.
Sin embargo, esta relación entre viejos legendarios y jóvenes apasionados ya había apilado años de cercanía respetuosa. Los más esclarecidos representantes de ambas camadas confluyeron el año 70 en el edificio de la UMSA para conformar el “Comando Político de la COB y el Pueblo”, que se hizo cargo de la sorpresiva renuncia del general Ovando a la Presidencia e impulsó decisivamente la ascensión de Juan José Torres (1970). La segunda cita tendría lugar en el seno de la Asamblea Popular, aquel experimento deliberativo que puso en la testera a Eid, Araníbar y Lechín. Los dos primeros ya formaban parte, en aquel momento, de la escindida Democracia Cristiana Revolucionaria (PDCR), la fracción militante que derivó hacia la Teología de la Liberación y se identificó con aquel Cristo reinventado en Ñancahuazú al que llamaron Che Guevara.
Siles, quien como embajador de Bolivia en Uruguay, se reunió con el Che en Montevideo en agosto de 1961, no se dejó encandilar con los destellos nucleares y salseros de la Revolución Cubana. Fue nacionalista revolucionario hasta la muerte. Su pacto con el MIR en 1978 se basaba en el reconocimiento hecho por Paz Zamora, Araníbar y Eid del valor intrínseco de la Revolución Nacional, de su aporte inobjetable al fin de la servidumbre de aymaras y quechuas, de su gigantesca contribución a la edificación de una soberanía patria que descreyera de todos los imperios de la Tierra. Fueron los miristas, y no Siles, quienes construyeron su espacio a costa de la identidad del 52, a la que sedujeron con dos palabras sofisticadas: entronque histórico. Hicieron bien al armar un lazo con el abanderado de la insurrección del 9 de abril y no con Paz, el Maquiavelo más afilado del momento, y tampoco con Lechín, el sibarita menos disciplinado de aquella partida definitiva.
Opción de vida
Antonio Araníbar acaba de ponerle un punto final a su libro autobiográfico. Recorrer sus páginas es un deleite para los aficionados a la Historia de Bolivia. Allí narra sus primeros pasos en la Escuela de Verano de la Juventud Universitaria Católica (JUC), nos enseña el papel de los estudiantes en la toma de distancia preliminar ante la avalancha de violencia intolerante que trajo la Revolución, sus entusiastas conversaciones en Cochabamba con José Cuadros Quiroga, mejor conocido como “el gato que fuma” (el apodo más largo del que se tenga memoria), sus desilusiones primeras con la Democracia Cristiana en las sinuosas figuras de Agreda y Ondarza, el accidentado nacimiento del MIR tras la experiencia de la Asamblea Popular y sus ultrismos, el dolor en Santiago por la muerte de Chichi Ríos Dalenz, los años de exilio y persecución, y la larga fase democrática en la que el autor de estas memorias fue diputado, canciller y pasajero Ministro de Hidrocarburos durante el gobierno de Carlos Mesa.
Una vida se condensa en ese libro, pero sobre todo la travesía de una generación política a la que debemos el poder respirar hoy libertades y pluralismo. Hace semanas, la justicia acaba de declarar a Araníbar sobreseído por el caso FOCAS. La noticia, casi desapercibida, nos recordó que el fundador del MIR y del Movimiento Bolivia Libre (MBL) también fue perseguido bajo el hierro de un gobierno que se proclamó “socialista comunitario”. En consecuencia, es el hombre que además del asedio de las dictaduras militares tuvo que probar el rigor estalinista de un poder erigido en las urnas, pero también en el sometimiento vertical del sistema judicial.
Fuente: Páginasiete
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