Comienza a vertebrarse en Estados Unidos un
movimiento civil anti-Trump que promete rebasar en poco tiempo experiencias
previas, como Occupy Wall Street o la campaña electoral de Bernie Sanders. Es
muy pronto para saber cuál será el rendimiento de esa movilización pero vale la
pena destacar la irreductible diversidad de su arranque: mujeres, comunidades
latinas y afroestadounidenses, trabajadores, estudiantes, alcaldías de ciudades
santuarios, ambientalistas, estrellas de Hollywood, bases demócratas…
Estados Unidos siempre ha sido percibido, desde los
tiempos de Alexis de Tocqueville, como un imperio y una democracia. En América
Latina, con frecuencia, el segundo componente de la fórmula, que tiene que ver
con el dinamismo de esa sociedad civil, pero también con sus viejas tradiciones
republicanas y federalistas y con la fuerza del estado de derecho, se
subestima. En el nacionalismo latinoamericano, de derecha o de izquierda,
muchas veces Estados Unidos es una entidad perversa, donde todo, el capitalismo
y el imperialismo, la democracia y la república, forman parte de un mismo
entramado que hay que negar.
Ese error ha llevado por años a muchos intelectuales y
políticos de la región a repetir la falsedad de que en Estados Unidos hay un
único partido disfrazado de dos, que son lo mismo demócratas y republicanos,
Clinton, Bush u Obama. La última sucesión presidencial ha sido una prueba al
canto de esa falacia. Más allá de que Barack Obama y Donald Trump sean
presidentes excepcionales —el primero por mover la agenda demócrata más a la
izquierda y el segundo por cortejar la derecha radical, siendo un outsider—,
ambos personifican proyectos divergentes de una misma nación.
Trump no es “el sistema”, como sostienen tantos en
América Latina, insinuando que la oposición a las políticas racistas y
aislacionistas del magnate de Nueva York debe implicar la ruptura con Estados
Unidos, su democracia y su cultura. Quienes así piensan reproducen la vieja
mentalidad nacionalista latinoamericana, que, en buena medida, está emparentada
con ese imperialismo norteamericano que desemboca en Trump. No sólo eso:
confundir la defensa de la soberanía con el desprecio a Estados Unidos corre el
riesgo de desconocer la poderosa conexión comercial, migratoria y cultural
entre las dos Américas y de enajenar, desde este lado, la alianza con el
movimiento anti-Trump.
De ser así, se estaría repitiendo el mismo error que
cometió la izquierda ortodoxa pro-soviética de la Guerra Fría, en América
Latina, cuando desconfiaba del 68, la movilización por la paz en Viet Nam, el
hipismo y el feminismo o etiquetaba a no pocos intelectuales liberales de
Estados Unidos, como Norman Mailer, Susan Sontag o Gore Vidal, dentro del
“diversionismo ideológico pequeño-burgués”. La izquierda latinoamericana actual
sigue teniendo mucho que aprender del antiautoritarismo y la capacidad de
resistencia cívica de la izquierda norteamericana.
La tardía y poco convincente reacción contra Trump de
gran parte de la opinión pública latinoamericana, a excepción de un segmento de
la intelectualidad mexicana, tiene que ver con esos equívocos y, también, con
la reconfiguración ideológica de la derecha y la izquierda después de la caída
del Muro de Berlín. Mientras la derecha se volvía neoliberal, la izquierda se
hacía neopopulista. La percepción de Estados Unidos como una democracia se
enturbió en ambos polos: para unos era la panacea del mercado, para otros el
imperio del mal. El movimiento anti-Trump puede contribuir a reafirmar de la
vigencia de la filosofía de los derechos humanos en las Américas.
rafael.rojas@razon.com.mx
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