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miércoles, 1 de febrero de 2017

Contra Trump, los derechos humanos.



Comienza a vertebrarse en Estados Unidos un movimiento civil anti-Trump que promete rebasar en poco tiempo experiencias previas, como Occupy Wall Street o la campaña electoral de Bernie Sanders. Es muy pronto para saber cuál será el rendimiento de esa movilización pero vale la pena destacar la irreductible diversidad de su arranque: mujeres, comunidades latinas y afroestadounidenses, trabajadores, estudiantes, alcaldías de ciudades santuarios, ambientalistas, estrellas de Hollywood, bases demócratas…

Estados Unidos siempre ha sido percibido, desde los tiempos de Alexis de Tocqueville, como un imperio y una democracia. En América Latina, con frecuencia, el segundo componente de la fórmula, que tiene que ver con el dinamismo de esa sociedad civil, pero también con sus viejas tradiciones republicanas y federalistas y con la fuerza del estado de derecho, se subestima. En el nacionalismo latinoamericano, de derecha o de izquierda, muchas veces Estados Unidos es una entidad perversa, donde todo, el capitalismo y el imperialismo, la democracia y la república, forman parte de un mismo entramado que hay que negar.

Ese error ha llevado por años a muchos intelectuales y políticos de la región a repetir la falsedad de que en Estados Unidos hay un único partido disfrazado de dos, que son lo mismo demócratas y republicanos, Clinton, Bush u Obama. La última sucesión presidencial ha sido una prueba al canto de esa falacia. Más allá de que Barack Obama y Donald Trump sean presidentes excepcionales —el primero por mover la agenda demócrata más a la izquierda y el segundo por cortejar la derecha radical, siendo un outsider—, ambos personifican proyectos divergentes de una misma nación.

Trump no es “el sistema”, como sostienen tantos en América Latina, insinuando que la oposición a las políticas racistas y aislacionistas del magnate de Nueva York debe implicar la ruptura con Estados Unidos, su democracia y su cultura. Quienes así piensan reproducen la vieja mentalidad nacionalista latinoamericana, que, en buena medida, está emparentada con ese imperialismo norteamericano que desemboca en Trump. No sólo eso: confundir la defensa de la soberanía con el desprecio a Estados Unidos corre el riesgo de desconocer la poderosa conexión comercial, migratoria y cultural entre las dos Américas y de enajenar, desde este lado, la alianza con el movimiento anti-Trump.

De ser así, se estaría repitiendo el mismo error que cometió la izquierda ortodoxa pro-soviética de la Guerra Fría, en América Latina, cuando desconfiaba del 68, la movilización por la paz en Viet Nam, el hipismo y el feminismo o etiquetaba a no pocos intelectuales liberales de Estados Unidos, como Norman Mailer, Susan Sontag o Gore Vidal, dentro del “diversionismo ideológico pequeño-burgués”. La izquierda latinoamericana actual sigue teniendo mucho que aprender del antiautoritarismo y la capacidad de resistencia cívica de la izquierda norteamericana.

La tardía y poco convincente reacción contra Trump de gran parte de la opinión pública latinoamericana, a excepción de un segmento de la intelectualidad mexicana, tiene que ver con esos equívocos y, también, con la reconfiguración ideológica de la derecha y la izquierda después de la caída del Muro de Berlín. Mientras la derecha se volvía neoliberal, la izquierda se hacía neopopulista. La percepción de Estados Unidos como una democracia se enturbió en ambos polos: para unos era la panacea del mercado, para otros el imperio del mal. El movimiento anti-Trump puede contribuir a reafirmar de la vigencia de la filosofía de los derechos humanos en las Américas.

rafael.rojas@razon.com.mx

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